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Berenice - Edgar Allan Poe

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  • Berenice - Edgar Allan Poe

    BERENICE
    Edgar Allan Poe


    Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
    curas meas aliquantulum fore levatas.
    (EBN ZAIAT)

    La desdicha es muy variada. La desgracia cunde multiforme en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de ?ste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada por el ancho horizonte como el arco iris! ¿C?mo es que de la belleza ha derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Igual que en la ?tica el mal es consecuencia del bien, en realidad de la alegría nace la tristeza. O la memoria de la dicha pasada es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los ?xtasis que pudieron haber sido.

    Mi nombre de pila es Egaeus; no dir? mi apellido. Sin embargo, no hay en este país torres m?s venerables que las de mi sombría y lúgubre mansi?n. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos sorprendentes detalles, en el car?cter de la mansi?n familiar, en los frescos del sal?n principal, en los tapices de las alcobas, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca, y, por último, en la naturaleza muy peculiar de los libros, hay elementos suficientes para justificar esta creencia.

    Los recuerdos de mis primeros a?os se relacionan con esta mansi?n y con sus libros, de los que ya no volver? a hablar. Allí muri? mi madre. Allí nací yo. Pero es inútil decir que no había vivido antes, que el alma no conoce una existencia previa. ¿Lo neg?is? No discutiremos este punto. Yo estoy convencido, pero no intento convencer. Sin embargo, hay un recuerdo de formas et?reas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y tristes, un recuerdo que no puedo marginar; una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, vacilante; y como una sombra tambi?n por la imposibilidad de librarme de ella mientras brille la luz de mi raz?n.

    En esa mansi?n nací yo. Al despertar de repente de la larga noche de lo que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginaci?n, a los extra?os dominios del pensamiento y de la erudici?n mon?sticos, no es extra?o que mirase a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi ni?ez entre libros y disipara mi juventud en ensue?os; pero sí es extra?o que pasaran los a?os y el apogeo de la madurez me encontrara viviendo aun en la mansi?n de mis antepasados; es asombrosa la par?lisis que cay? sobre las fuentes de mi vida, asombrosa la inversi?n completa en el car?cter de mis pensamientos m?s comunes. Las realidades del mundo terrestre me afectaron como visiones, s?lo como visiones, mientras las extra?as ideas del mundo de los sue?os, por el contrario, se tornaron no en materia de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi cínica y total existencia.

    Berenice y yo ?ramos primos y crecimos juntos en la mansi?n de nuestros antepasados. Pero crecimos de modo distinto: yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella, ?gil, graciosa, llena de fuerza; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditaci?n; ella, vagando sin preocuparse de la vida, sin pensar en las sombras del camino ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! —Invoco su nombre—, ¡Berenice! Y ante este sonido se conmueven mil tumultuosos recuerdos de las grises ruinas. ¡Ah, acude vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de alegría y de dicha! ¡Oh encantadora y fant?stica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh n?yade entre sus fuentes! Y entonces..., entonces todo es misterio y terror, y una historia que no se debe contar. La enfermedad —una enfermedad mortal— cay? sobre ella como el simún, y, mientras yo la contemplaba, el espíritu del cambio la arras?, penetrando en su mente, en sus costumbres y en su car?cter, y de la forma m?s sutil y terrible lleg? a alterar incluso su identidad. ¡Ay! La fuerza destructora iba y venía, y la víctima..., ¿d?nde estaba? Yo no la conocía, o, al menos, ya no la reconocía como Berenice.

    Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por aquella primera y fatal, que desencaden? una revoluci?n tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, hay que mencionar como la m?s angustiosa y obstinada una clase de epilepsia que con frecuencia terminaba en catalepsia, estado muy parecido a la extinci?n de la vida, del cual, en la mayoría de los casos, se despertaba de forma brusca y repentina. Mientras tanto, mi propia enfermedad —pues me han dicho que no debería darle otro nombre—, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema rapidez, asumiendo un car?cter monomaníaco de una especie nueva y extraordinaria, que se hacía m?s fuerte cada hora que pasaba y, por fin, tuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así tengo que llamarla, consistía en una morbosa irritabilidad de esas propiedades de la mente que la ciencia psicol?gica designa con la palabra atenci?n. Es m?s que probable que no me explique; pero temo, en realidad, que no haya forma posible de trasmitir a la inteligencia del lector corriente una idea de esa nerviosa intensidad de inter?s con que en mi caso las facultades de meditaci?n (por no hablar en t?rminos t?cnicos) actuaban y se concentraban en la contemplaci?n de los objetos m?s comunes del universo.

    Reflexionar largas, infatigables horas con la atenci?n fija en alguna nota trivial, en los m?rgenes de un libro o en su tipografía; estar absorto durante buena parte de un día de verano en una sombra extra?a que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme toda una noche observando la tranquila llama de una l?mpara o los rescoldos del fuego; so?ar días enteros con el perfume de una flor; repetir mon?tonamente una palabra común hasta que el sonido, gracias a la continua repetici?n, dejaba de suscitar en mi mente alguna idea; perder todo sentido del movimiento o de la existencia física, mediante una absoluta y obstinada quietud del cuerpo, mucho tiempo mantenida: ?stas eran algunas de las extravagancias m?s comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, en realidad no único, pero capaz de desafiar cualquier tipo de an?lisis o explicaci?n.
    Pero no se me entienda mal. La excesiva, intensa y morbosa atenci?n, excitada así por objetos triviales en sí, no tiene que confundirse con la tendencia a la meditaci?n, común en todos los hombres, y a la que se entregan de forma particular las personas de una imaginaci?n inquieta. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, una situaci?n grave ni la exageraci?n de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el so?ador o el fan?tico, interesado por un objeto normalmente no trivial, lo pierde poco a poco de vista en un bosque de deducciones y sugerencias que surgen de ?l, hasta que, al final de una enso?aci?n llena muchas veces de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece completamente y queda olvidado. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque adquiría, mediante mi visi?n perturbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si había alguna, surgían, y esas pocas volvían pertinazmente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran agradables, y al final de la enso?aci?n, la primera causa, lejos de perderse de vista, había alcanzado ese inter?s sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo primordial de la enfermedad.

    En una palabra, las facultades que m?s ejercía la mente en mi caso eran, como ya he dicho, las de la atenci?n; mientras que en el caso del so?ador son las de la especulaci?n.
    Mis libros, en esa ?poca, si no servían realmente para aumentar el trastorno, compartían en gran medida, como se ver?, por su car?cter imaginativo e inconexo, las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio, De amplitudine beati regni Dei [La grandeza del reino santo de Dios]; la gran obra de San Agustín, De civitate Dei [La ciudad de Dios], y la de Tertuliano, De carne Christi [La carne de Cristo], cuya sentencia parad?jica: Mortuus est Dei filius: credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit: certum est quia impossibile est, ocup? durante muchas semanas de inútil y laboriosa investigaci?n todo mi tiempo.

    Así se ver? que, arrancada, de su equilibrio s?lo por cosas triviales, mi raz?n se parecía a ese pe?asco marino del que nos habla Ptolomeo Hefesti?n, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la furia m?s feroz de las aguas y de los vientos, pero temblaba a simple contacto de la flor llamada asf?delo. Y aunque para un observador desapercibido pudiera parecer fuera de toda duda que la alteraci?n producida en la condici?n moral de Berenice por su desgraciada enfermedad me habría proporcionado muchos temas para el ejercicio de esa meditaci?n intensa y anormal, cuya naturaleza me ha costado bastante explicar, sin embargo no era ?ste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, la calamidad de Berenice me daba l?stima, y, profundamente conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos mecanismos por los que había llegado a producirse una revoluci?n tan repentina y extra?a. Pero estas reflexiones no compartían la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran como las que se hubieran presentado, en circunstancias semejantes, al común de los mortales. Fiel a su propio car?cter, mi trastorno se recreaba en los cambios de menor importancia, pero m?s llamativos, producidos en la constituci?n física de Berenice, en la extra?a y espantosa deformaci?n de su identidad personal.

    En los días m?s brillantes de su belleza incomparable no la am?. En la extra?a anomalía de mi existencia, mis sentimientos nunca venían del coraz?n, y mis pasiones siempre venían de la mente. En los brumosos amaneceres, en las sombras entrelazadas del bosque al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche ella había flotado ante mis ojos, y yo la había visto, no como la Berenice viva y palpitante, sino como la Berenice de un sue?o; no como una moradora de la tierra, sino como su abstracci?n; no como algo para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como tema de la m?s abstrusa aunque inconexa especulaci?n. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, record? que me había amado mucho tiempo, y que, en un momento aciago, le habl? de matrimonio.
    Y cuando, por fin, se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde de invierno, en uno de esos días intempestivamente c?lidos, tranquilos y brumosos, que constituyen la nodriza de la bella Alcíone estaba yo sentado (y creía encontrarme solo) en el gabinete interior de la biblioteca y, al levantar los ojos, vi a Berenice ante mí.
    ¿Fue mi imaginaci?n excitada, la influencia de la atm?sfera brumosa, la incierta luz crepuscular del aposento, los vestidos grises que envolvían su figura los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. Ella no dijo una palabra, y yo por nada del mundo hubiera podido pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado cruz? mi cuerpo; me oprimi? una sensaci?n de insufrible ansiedad; una curiosidad devoradora invadi? mi alma, y, reclin?ndome en la silla, me qued? un rato sin aliento, inm?vil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era extrema, y ni la menor huella de su ser anterior se mostraba en una sola línea del contorno. Mi ardiente mirada cay? por fin sobre su rostro.

    La frente era alta, muy p?lida, y extra?amente serena; lo que en un tiempo fuera cabello negro azabache caía parcialmente sobre la frente y sombreaba las sienes hundidas con innumerables rizos de un color rubio reluciente, que contrastaban discordantes, por su matiz fant?stico, con la melancolía de su rostro. Sus ojos no tenían brillo y parecían sin pupilas; y esquiv? involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y contraídos. Se entreabrieron; y en una sonrisa de expresi?n peculiar los dientes de la desconocida Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Quiera Dios que nunca los hubiera visto o que, despu?s de verlos, hubiera muerto!
    El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo, y, al levantar la vista, descubrí que mi prima había salido del aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro, ¡ay!, no había salido ni se podía apartar el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni una mota en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una mella en sus bordes había en los dientes de esa sonrisa fugaz que no se grabara en mi memoria. Ahora los veía con m?s claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí, y allí, y en todas partes, visibles y palpables ante mí, largos, finos y excesivamente blancos, con los p?lidos labios contray?ndose a su alrededor, como en el mismo instante en que habían empezado a crecer. Entonces lleg? toda la furia de mi monomanía, y yo luch? en vano contra su extra?a e irresistible influencia. Entre los muchos objetos del mundo externo s?lo pensaba en los dientes. Los anhelaba con un deseo fren?tico. Todos las dem?s preocupaciones y los dem?s intereses quedaron supeditados a esa contemplaci?n. Ellos, ellos eran los únicos que estaban presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los examin? bajo todos los aspectos. Los vi desde todas las perspectivas. Analic? sus características. Estudi? sus peculiaridades. Me fij? en su conformaci?n. Pens? en los cambios de su naturaleza. Me estremecí al atribuirles, en la imaginaci?n, un poder sensible y consciente y, aun sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresi?n moral. De mademoiselle Sall? se ha dicho con raz?n que tous ses pas ?taient des sentiments, y de Berenice yo creía seriamente que toutes ses dents ?taient des íd?es. Des id?es! ¡Ah, este absurdo pensamiento me destruy?! Des id?es!¡Ah, por eso los codiciaba tan desesperadamente! Sentí que s?lo su posesi?n me podría devolver la paz, devolvi?ndome la raz?n.

    Y la tarde cay? sobre mí; y vino la oscuridad, dur? y se fue, y amaneci? el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon alrededor, y yo seguía inm?vil, sentado, en aquella habitaci?n solitaria; y seguí sumido en la meditaci?n, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible dominio, como si, con una claridad viva y horrible, flotara entre las cambiantes luces y sombras de la habitaci?n. Al fin irrumpi? en mis sue?os un grito de horror y consternaci?n; y despu?s, tras una pausa, el ruido de voces preocupadas, mezcladas con apagados gemidos de dolor y de pena. Me levant? de mi asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, vi en la antesala a una criada, deshecha en l?grimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había sufrido un ataque de epilepsia por la ma?ana temprano, y ahora, al caer la noche, ya estaba preparada la tumba para recibir a su ocupante, y terminados los preparativos del entierro.
    Me encontr? sentado en la biblioteca, y de nuevo solo. Parecía que había despertado de un sue?o confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero no tenía una idea exacta, o por los menos definida, de ese melanc?lico período intermedio. Sin embargo, el recuerdo de ese intervalo estaba lleno de horror, horror m?s horrible por ser vago, terror m?s terrible por ser ambiguo. Era una p?gina espantosa en la historia de mi existencia, escrita con recuerdos siniestros, horrorosos, ininteligibles. Luch? por descifrarlos, pero fue en vano; mientras tanto, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. Pero, ¿qu? era? Me hice la pregunta en voz alta y los susurrantes ecos de la habitaci?n me contestaron: ¿Qu? era?

    En la mesa, a mi lado, brillaba una l?mpara y cerca de ella había una peque?a caja. No tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía al m?dico de la familia. Pero, ¿c?mo había llegado allí, a mi mesa y por qu? me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener en cuenta estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las p?ginas abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extra?as pero sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: «Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas». ¿Por qu?, al leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me hel? la sangre en las venas?
    Son? un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, p?lido como habitante de una tumba, un criado entr? de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habl? con una voz quebrada, ronca y muy baja. ¿Qu? dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito salvaje que había turbado el silencio de la noche, y de la servidumbre reunida para averiguar de d?nde procedía, y su voz recobr? un tono espeluznante, claro, cuando me habl?, susurrando, de una tumba profanada, de un cad?ver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!

    Se?al? mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contest? nada; me tom? suavemente la mano: tenía huellas de u?as humanas. Dirigi? mi atenci?n a un objeto que había en la pared; lo mir? durante unos minutos: era una pala. Con un grito corrí hacia la mesa y agarr? la caja. Pero no pude abrirla, y por mi temblor se me escap? de las manos, y se cay? al suelo, y se rompi? en pedazos; y entre ?stos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos objetos blancos, de marfil, que se desparramaron por el suelo.


    FIN

    Dios... por que hay tanta gente idiota en este mundo?

  • #2
    Re: Berenice - Edgar Allan Poe

    maldito ...aparte de muerta , la dejo chimuela!





    por extra?as razones , Berenice siempre fue uno de mis preferidos ...pero nunca por encima del Corazon Delator.

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    • #3
      Re: Berenice - Edgar Allan Poe

      me encanta leerlo...
      no te gusta "el gato negro?"
      macabrisimo este wey..

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      • #4
        Re: Berenice - Edgar Allan Poe

        Poe es uno de mis escritores favoritos; de ?l tengo varios libros de colecci?n de cuentos primeras ediciones, poemarios, ediciones en otros idiomas, encuadernaciones antiguas etc.... Mis cuentos predilectos son:

        Los crímenes de la rue Morgue, El gato negro, El cuervo, El pozo y el p?ndulo y El misterio de Marie Rogêt...

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        • #5
          Re: Berenice - Edgar Allan Poe

          Tambien est? entre mis escritores favoritos

          Me gusta mucho su estilo narrativo.
          Les recomiendo los libros de Narraciones extraordinarias 1 y 2, vienen muchos cuentos, la mayoría cortos

          Dios... por que hay tanta gente idiota en este mundo?

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          • #6
            Re: Berenice - Edgar Allan Poe

            no lo eh podido leer


            Ojala en el transcurso del dia pueda hacerlo


            FAN DE MISHE

            "Zombie de thriller" By Mishelle

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            • #7
              Re: Berenice - Edgar Allan Poe

              no me gusto


              FAN DE MISHE

              "Zombie de thriller" By Mishelle

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              • #8
                Re: Berenice - Edgar Allan Poe

                demasiado interesante...
                Aguilas a Ganar !!!!

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